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Foto: Kike Arnal, Afroperú

Augusta

Carlos Falconí

Publicado: 2018-08-30

Mateo Machaca estaba cansado de la pobreza. La madre tierra de Chuschi estaba agotada y no correspondía a sus magras fuerzas; desde la niñez araba, araba y los frutos que obtenía no le alcanzaban para sobrevivir, situación que se repetía de año en año. Mateo había trabajado como peón en la cosecha de papas de los comuneros de Quispillaccta, y había escuchado que ellos viajaban frecuentemente hacia Lima para solventar los gastos de sus familias. No lograba entender cómo en otros lugares los habitantes podían obtener mayores beneficios por su trabajo. 

Al mediodía a modo de merendar, Mateo descansaba y fantaseaba, para luego seguir con la rutina del monólogo de su lampa. Se rompía la cabeza imaginando como sería Lima y cuánto tardaría en llegar; o si le entenderían en otras latitudes. Quizá su color cobrizo podría ser motivo para que lo desprecien... Resolvió tentar suerte; acomodó en su mantada lo necesario, maíz tostado, quesillos y harta esperanza. Debía probar fortuna. Saldría caminando de su comunidad hasta Chuschi, luego le transportaría un camión hacia lo desconocido, hacia el mejor destino.

El viaje le asustaba, le sobrecogía. El camión avanzaba muy lentamente; parecía cansado de llevar tantas papas en costales de yute. Con la cantidad de tubérculos que el carro transportaba, Mateo y su familia, incluidos los sobrinos podrían vivir unos tres años...

Después de un día y medio, el camión llegó a la Costa. Mateo no sabía en qué lugar estaba. El frío que sentía era distinto al de su tierra, el sol no se asomaba para nada, los días eran grises, la neblina de sus alturas se le figuraban como copos de la más bella lana de oveja.

El chofer resolvió quedarse en Cañete para reparar desperfectos de su camión. “Cholo, ¡sigue por tu cuenta!”, le dijo, y a Mateo se le vino el cielo abajo. ¿Qué haría solo en un lugar que no conocía? Resolvió quedarse allí.

***

Al borde de la carretera se notaban grandes extensiones de terreno bien cultivadas; Mateo observaba cuidadosamente las flores blancas que se abrían como copos de nieve. El follaje de estos arbustos le parecía arrayán de sus alturas; siguió caminando hasta que al pie de las dunas divisó una rústica vivienda. No sabía qué hacer; pero llamó su atención una manta como la suya, tendida en un cordel, si bien de otros colores y con distintas listas. El dueño de la bendita prenda era su salvación; debía ser serrano como él.

Los perros habían advertido la presencia del forastero y ladraban.

Conversó con la dueña de casa. ¡Qué chico era el mundo! Podían entenderlo; muchos años atrás, la señora también había migrado de las serranías de Huancavelica, con sus ancianos padres, y se había juntado con un labrador. Mateo calmó la sed con un mate de hierbaluisa y con unos plátanos asados en un fogón que humeaba en la puerta de la casucha.

La señora le aconsejó a Mateo que esperara a su esposo, que llegaría para la merienda, con sus dos hijos. “La vida es difícil aquí; uno se esfuerza y lo que pagan es poco”, decía, “el dueño viene semanalmente a controlar esta finca, que tiene treinta hectáreas de plantíos de algodón”. Se defendían del hambre cotidiana con yuca y plátanos; las pocas gallinas que criaba las vendía en el mercado del pueblo, y así la sal, el azúcar y el kerosén para el mechero llegaban como bendición a sus callosas manos.

Ingresaron dos hombres corpulentos y una joven flacucha. Mateo nunca había visto personas de su color, eran más oscuros que él, tenían los cabellos ensortijados, de color marrón oscuro... El marido era el encargado de contratar personal en la finca; “falta un bracero para cosechar algodón” le dijo luego de admitirlo como trabajador. Debía construir una choza en un extremo de la chacra para pernoctar; le prestaron una manta, cartones para que abrigara las noches y una olla para que mitigara el hambre.

***

Después de un mes, Mateo podía entender algunas palabras de su nuevo idioma en el medio, un castellano enrevesado de frases cortas. Su maestra era Augusta, la negra flacucha, que lo acompañaba cada vez que sus padres salían de compras al pueblo.

Mateo contaba a Augusta como eran sus fiestas con arpa y violín, dónde quedaba Ayacucho, dónde su comunidad, cuánto tiempo debía caminar para llegar a donde había nacido. Le contaba que era soltero, y que en su tierra el mancebo que quería tener pareja debía dominar un instrumento musical y cantarle a la muchacha escogida toda una noche de luna para embriagarla con canciones de amor.

Las costumbres de allí eran distintas; la joven tomó la iniciativa y lo convirtió en su amante. Pasaron los meses y la melancolía envolvía las noches de Mateo; los efluvios de una quena, qachwas y waynos, chimaychas cantaban la tristeza que lo envolvía. Augusta, sus padres y su hermano trataban de mitigar sus angustias; tácitamente habían aceptado un indio en la familia, un hombre de origen distinto que se manifestaba en la música, en la comida, en el coqueteo de las mujeres, un ser de otro mundo.

Llegó el día del cumpleaños del padre de Augusta, quien había cobijado a Mateo, lo había protegido, le había dado un trabajo, había permitido que su hija lo consolara y abrigara su soledad de desarraigado. Llegaron los invitados, todos negros labradores de los alrededores; cantaban, reían y danzaban al son de dos violines. Los únicos cholos eran la madre de Augusta y Mateo, él con el alma destrozada a punto de estallar; no podía compartir la alegría de su nueva familia y lloraba desconsoladamente.

Mateo no podía entender otro mundo que no fuera el suyo; extrañaba su poncho, los bailes nocturnos en noche de luna, el vidamichiy, donde podía hacer gala de su idioma, de sus costumbres, de sus bromas, de su comida y de sus cholas que eran distintas. No podía quejarse de Augusta; ella era cariñosa, lo cuidaba, cocinaba para él y también para sus padres.

Mateo extrañaba su chinlili, quería entonar sus chimaychas, vagar por los cerros con sus ovejas y recostarse, cansado de caminar, al pie de un chacha como sobre una piedra y expresar su libertad y sus dolores a través de una canción en quechua.

Después de la fiesta todos estaban exhaustos, los violines se alejaban. Augusta y su madre atendían a los ancianos padres de ésta. Mateo acomodó sus ropas en su kipi y partió hacia la ingratitud; no pensó ni por un instante en que dejaba una mujer enamorada que lo había dado todo por él.

***

Mateo apareció en su comunidad como si se hubiera ausentado el día anterior. Con el dinero que había ahorrado en la finca compró ropa para sus padres, se hizo de una chacrita y empezó a trabajar como si nada hubiera sucedido.

Después de tres semanas, Augusta, vestida como campesina serrana, apareció en Chuschi. No era una chola más en el pueblo; no llevaba trenzas como las otras. Los chicos la perseguían, no sabían que había gente de ese color. El contoneo de sus caderas era distinto; el acento de algunas palabras quechuas que pronunciaba tenía otro matiz, era extraña, un ser distinto.

Augusta visitó la casa de Mateo; explicó a sus suegros que él los extrañaba tanto que se ausentó de ella sin advertirle de su viaje, pero que lo quería mucho y que el amor perdonaba. Ella había viajado a Chuschi sin conocer los caminos, en busca de su pareja, viviría con ellos y trabajaría más que él para progresar; les enseñaría el español, a leer y escribir.

Pasó el tiempo y en la comunidad la noticia se convirtió en la comidilla, Mateo sufría las chanzas de sus padres, sus parientes y los otros comuneros, que no soportaban la idea de que una negra conviviera con ellos. En otro arranque de inmadurez y sin advertir a nadie, Mateo se fue para siempre, sin destino; nunca se supo de él.

***

Augusta todavía acompañó un tiempo a los parientes de Mateo, luego cuando las cosas se ponían de mal en peor decidió ir a Chuschi y emplearse como doméstica.

Al poco tiempo, la negra trabajaba en la casa de uno de los notables del pueblo, un mestizo, alto, fornido, trabajador, ex policía, que contaba sus historias de amor en el Cusco y refería la historia de la región con sapiencia. El mestizo tenía en su poder todos los títulos de propiedad de su comunidad que databan desde el siglo XVI, por cuya razón era muy respetado; le decían “Kawsaq Título”, título viviente.

Augusta asumió con entereza su nuevo rol en la vida y se convirtió en la escribiente de todas las cartas que salían de la comunidad. Los campesinos la visitaban pidiéndole que redactara sus cuitas para los ausentes a cambio de granos, leche, quesos, charqui. La negra se había convertido en pieza fundamental de la comunidad, devolvía con generosidad todo el desprecio de que había sido objeto cuando era mujer de un nativo.

La negra Augusta conocía a todos, sus sentimientos, su forma de pensar. Sabía que decir en las cartas con solo una indicación. Ya no era despreciada; cuando las personas llegaban a su posada la saludaban y colocaban regalos sobre una mesita de la humilde habitación. Pero cuando acudía una persona indigente, ésta salía también contenta, con el sobre que debía enviar al ser querido.

Pasaron los años y sus tres hijos crecieron, la mayor Beatriz, Beatacha la llamaban de cariño, cobriza de pelos ensortijados cuyas trenzas largas se negaban a las caricias de un peine, su nieto Eladio de facciones negras, alto, delgado, de nariz ancha y de mirada bondadosa, el otro nieto Fausto, de ojos achinados, cobrizo de cabellos lacios y bajo de estatura. Las primeras letras las aprendieron en la escuelita fiscal del pueblo de Chuschi.

La negra Augusta ya no escribía tantas cartas ni recibía tantos regalos, los granos disminuyeron, ni noticias de carne seca. Los campesinos habían aprendido a leer y escribir, no la visitaban. Sus retoños emprendieron vuelo: Beatriz y Fausto a Huamanga, Eladio a Lima con un comerciante y que quería adoptarlo como hijo, abrigaba la esperanza de que jugara bien al fútbol para defender los colores de su tierra.

Fausto se empleó en un horno y amasaba chaplas, pero sus labores nocturnas no le daban tiempo para estudiar. Quería seguir progresando, dejó este trabajo. Llegó a estudiar hasta el tercer año de secundaria, pero no quiso seguir estudiando; decía que ningún profesor sabía más filosofía que él. Comenzó a ausentarse por semanas y regresaba pálido y famélico.

***

Por entonces comenzaban los problemas sociales que sacudieron a Ayacucho durante veinte años. Sendero comenzó a ejecutar selectivamente a sus enemigos. Durante una incursión armada Fausto fue prendido por la policía y encarcelado.

Eladio regresó de Lima convertido en soldado y marchó hacia la selva de San Francisco, donde se inauguró un cuartel de la Marina para contener a los senderistas de la región. Después de 6 meses, murió en una emboscada que les tendieron los subversivos.

Fausto, junto con sus compañeros de cautiverio, estuvo realizando ejercicios físicos durante 3 meses; de alguna manera, ellos sabían que iban a ser liberados de la cárcel de Ayacucho. El día del escape murió con tres pantalones y tres casacas puestos, las balas de fusil disparadas por el centinela de un torreón de la cárcel acabaron con su vida; uno de los proyectiles le impactó en la sien derecha.

La noche del asalto a la cárcel, nadie pudo dormir en la ciudad. En la víspera se vieron en las calles jóvenes que, por parejas, confluyeron ordenadamente en determinados puntos de la ciudad, Maniataron a las fuerzas del orden, apostaron francotiradores en las cercanías de la comisaría, de la PIP, de la Guardia Republicana, del cuartel Los Cabitos, realizaban detonaciones con explosivos que habían fabricado pacientemente.

Toda la ciudad estaba en llamas; había ráfagas de metralletas por doquier. Las iglesias estaban llenas de señoras que habían acudido para rezar, padres que estaban en los colegios de sus hijos, convocados por las APAFAs, sentían frío, terror y preocupación por sus hogares.

Al amanecer del día siguiente, antes de que la policía acordonara los alrededores de la cárcel, la patrona de Fausto lloraba desconsoladamente, abrazada del cadáver del muchacho; lo había reconocido por las prendas que le había regalado y que llevaba en el cuerpo para abrigar la esperanza de su liberación. En las calles adyacentes se veían numerosos cadáveres de estudiantes regados en las pistas.


Escrito por

Carlos Falconí

Canta-autor ayacuchano


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