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El honorable juez

Carlos Falconí

Publicado: 2018-12-10


La villa de Tambo hervía de gente; predominaban los colores subidos de sus vestimentas ante los atuendos negros o azules de la gente de las alturas. Era domingo; cientos de bestias de carga que habían transportado víveres, tubérculos, maní, ajonjolí y frutas, esperaban con impaciencia, en amplios corrales de las casas tambinas, el retorno, después de la feria, a sus comunidades de origen.

Las huamanguinas habían salido fuera del pueblo y a la vera de los caminos esperaban a los productores; les entregaban regalos llamados “cariño”, generalmente caramelos o azúcar, que tenían la virtud de aligerar las leoninas transacciones a favor de los negociantes, operación en la que cobraba inusual importancia la romanilla ladrona. Llegaban desde todos los puntos cardinales innumerables personas que portaban primorosas canastitas con las frutas de la estación, duraznos, peras, paltas, mangos, guindas... procedentes de la selva, de la puna, de las quebradas.

El jefe del puesto policial de Tambo, cariñosamente llamado "Tuku" Toledo conversaba a medio día con un grupo de jóvenes. Interrumpió la conversación para acercarse a un caballero de amplia casaca azul y larga barba que le daba la apariencia de uno de los enanos de Blanca Nieves por su estatura. Caracterizaba al extraño personaje una mirada huidiza, actitud desconfiada; continuamente volteaba a mirar a sus alrededores como cuidándose de invisibles enemigos.

- Su Excelencia, muy buenas tardes. ¿Cómo es posible que se desplace sin protección en este miserable pueblucho? Tenga la bondad de acompañarme a un restaurante, mientras notifico a los notables para que le rindan pleitesía.

Regresó acompañado de caballeros entre los que estaban Armando Guerra, Hugo Carrera, Oscar Encalada, el loco Glicerio Cavero y otros.  Ordenaron un opíparo almuerzo que acompañaron con una generosa cantidad de vino permaneciendo alrededor de tres horas en entretenida tertulia. 

Agradecieron al dueño del restaurante que no les cobró el consumo; había que atender bien al juez de San Miguel, ya que en cualquier momento se podía resbalar en la casa del jabonero. La política de la casa era estar bien con Dios y con el diablo.  Con la intención de beber unas cervezas más, se trasladaron a la primera cuadra de Lorenzayuq, e ingresaron al pequeño bar de mama Victoria. 

A las 6 de la tarde, el honorable magistrado dormía la mona respirando con dificultad; grotescos ronquidos causaban un barullo endemoniado en la pequeña habitación.  Sus ocasionales acompañantes, compadecidos, para darle comodidad y con la intención de que descansara mejor, lo acomodaron encima de dos mesas de la cantina, con una almohada y una sábana blanca, al pie de las mesas pusieron un reclinatorio, pidieron un azafate plateado y de señuelo pusieron en él un billete de cinco soles de color verde. Compungidos porque no podían conversar con el magistrado se pusieron a fumar y chacchar coca, mientras bebían profusamente. 

Los habitantes de la población llegaron a saber que velaban al juez, se apersonaban y dejaban su contribución para un entierro digno. Los amigos bebieron hasta entrada la noche; habían suficientes fondos para pedir más bebidas. Era generoso el pueblo, después de arrodillarse y persignarse, "imay sunqulla", dejaban la suya.

- Era tan malo y ladrón el pobre -decían-, Dios lo acoja en su gloria.

El presunto muertito despertó al día siguiente en el hotel de Cazorla.  Nunca más se le vio en Tambo.


Escrito por

Carlos Falconí

Canta-autor ayacuchano


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